Julio Estrada (Creador)
El arte de frontera en la música de Julio Estrada
por Velia Nieto
Estrada establece una relación entre investigación y creación como un diálogo entre la razón y la intuición, el rigor y la libertad, lo real y lo imaginario –dice Monika Fürst-Heidtmann– o, también, como una manera de conciliar tradición y apertura. A grandes rasgos, Estrada busca el equilibrio incierto de factores opuestos como si lo antagónico alimentase su arte musical. No busca la estabilidad sino mantenerse en una línea conflictiva donde la belleza es tan imperfecta como el drama que genera su lucha: mirar al pasado, al futuro, al interior.
El carácter dinámico de su imaginario le lleva de forma gradual a abandonar las estructuras fijas al optar por la libre evolución de lo secuencial, más cercana de la improvisación que de decisiones tomadas por fuera del tiempo. Su música elude lo atemporal, como si se inspirase en fenómenos de la naturaleza donde ningún orden está fijado previamente. Dos elementos permanecen en su obra: uno, la variación, que le lleva a una renovación incesante; el otro, la repetición, un ritmo flotante en lo lineal que alterna con un permanente desfase en lo vertical. En ambos ensaya transformar el paradigma.
Su tendencia a evitar la métrica surge desde obras tempranas como Memorias para teclado (1971): sin compás ni medida su pulso constante de principio a fin busca la turbulencia. En los Cantos (1973-1978) la rítmica, opuesta a la sincronía y a toda periodicidad, parece inspirada del vuelo. En eolo´oolin para seis percusionistas (1983), consolida una concepción en la que la métrica se convierte en duración, el ritmo se vincula al sonido y la forma se abre a la naturalidad infinitamente más vasta del continuo. Con los yuunohui (1983-90) Estrada crea el macro-timbre, noción físico-perceptiva que lleva a la fusión crono-acústica –de tiempo-espacio– de la materia musical. A partir de ello generaliza el tratamiento del ritmo y del sonido al homogeneizar sus componentes respectivos y proponer las siguientes equivalencias: frecuencia –duración y altura–, amplitud –acentuación e intensidad– y contenido armónico –vibrato y color.
En el continuo de Estrada no hay referencia a la periodicidad sino numerosas tendencias del movimiento que transforman al objeto musical como un fluido: la antigua noción de sincronía no tiene ahí cabida. La dinámica continua del macro-timbre deja atrás lo sincrónico-armónico, algo que influye para que sus transformaciones, elaboración e inflexiones casi escultóricas afronten obstáculos; distintos de la “moderna complejidad”, distantes también, son riqueza y muestran una de las más altas cualidades de la música de Estrada: son su encanto.
Al decir: “la fantasía nos desborda, pero no rebasa a tal punto los confines del mundo físico”, Estrada crea un continuo entre el imaginario y la realidad a través de una materia que oscila entre lo estable y lo difuso, que integra con autonomía al ritmo y al sonido, que envuelve la forma en redes, que se abre al espacio tridimensional para asumir la musicalidad de las inclinaciones de la naturaleza. Su macro-timbre continuo tiene aire de colección a la que llegan sonoridades preciosas: todos los ruidos, rumores, “dimanación de voces” penetrantes que llevan a reconocer el estilo único del sonido estradiano.
El oyente no tiene por qué comprender aquello que da base teórica a esta música; tampoco estudiar sus búsquedas: baste percibir esa substancia primaria donde conviven el sonido y el ruido, el ritmo y lo quebrado, la sencillez y lo difuso. La música de Estrada es esa dualidad señalada al inicio donde importa escuchar que la razón sirve a la intuición, el rigor a la libertad, el modelo real al imaginario. Y donde, también, es oír que la tradición y la apertura funden sus esencias en un nuevo destino auditivo.
El futuro de esa dualidad se centra en las búsquedas sobre Juan Rulfo (1916-1986), creador del “realismo mágico” con la novela Pedro Páramo, tema de la ópera de Estrada –Murmullos del páramo (1992-2006)– que ilustra su proceso de investigación-creación. Con El sonido en Rulfo: el ruido ese (2004) y otros textos que recogen su escudriñamiento etnomusicológico del México antiguo, Estrada ingresa al universo mitológico del pre-hispánico. La riqueza inédita de su concepción del macro-timbre sirve para hallar el quebranto que anuncian las voces y murmullos de Rulfo como pérdida de lo mexicano: “su voz eran hebras humanas”. El proceso de imaginación de un inframundo hecho de un espacio y un tiempo duros y nebulosos se encuentra tanto en la voz de Doloritas (1992) –primera parte de Pedro Páramo– como en hum (2000-2003) –“fósiles resonantes” en la ópera–, cuyas sonoridades rugosas, ruidosas, desgarradoras y etéreas dan sentido trágico a una música cuyo presagio del futuro es memoria de lo arcano.
Julio Estrada explora sin cesar para liberar a un mundo musical ecléctico y revolucionario: de la pérdida del prehispánico al hallazgo de la tecnología, el concepto de belleza en Estrada se rige por la transformación constante de sus sonoridades ruidosas, ritmos caóticos o espacios abiertos que se combinan para desprenderse del orden y hacernos comprender, como la naturaleza, que el cambio es lo único inmutable. Esa música en estado de variación permanente no reconoce otra frontera que los abismos a los que se acerca: texturas apenas perceptibles y ráfagas de energía que ocupan todo el espesor auditivo. Su concepción estética parte de una idea de belleza cercana a lo que Justino Fernández nombrara “belleza impura”, belleza que se opone a la estabilidad de la simetría. Sin ataduras, la belleza en Estrada es, simplemente, imperfección, esa parte del universo que busca revelarnos.