La creación de la compositora María de Alvear (1960) resulta, casi siempre, extremadamente difícil de clasificar. Unas obras y otras de un catálogo, el suyo, no excesivamente extenso, se resisten con denuedo a ser encuadradas aquí o allá. Tampoco cabe hablar de forma explícita de períodos o adscripciones estéticas más o menos claras. Desde luego sus discursos siempre han participado del aquí, es decir, es música de su tiempo, del suyo y del nuestro como oyentes, y esto es precisamente advertible por su capacidad de zafarse en la escucha de etiquetados.
Magna Mater (2013) que conoce su fijación en soporte fonográfico en una nueva entrega de la colección que edita el sello
World Edition participa de las fragancias de las mejores obras firmadas por la compositora madrileña, allí donde se encuadran algunas de su partituras más ambiciosas y logradas por su extravagante decantación de esencias:
Asking (2000),
Gran sol alto (2006) y
Equilibrio (2010), entre ellas.
Estrenada el 27 de marzo de 2013 en la Iglesia de la Merced de Cuenca, dentro de su 52 Semana de Música Religiosa, el registro que ahora ve la luz pertenece a la segunda presentación de la obra, el 25 de junio de aquel año en la ciudad de Colonia, exactamente en la Kunststation St. Peter, un templo religioso caracterizado por su esmerada vocación como espacio cultural para la nueva música, algo completamente inédito en una España totalizada por iglesias cuyos órganos reproducen, una y otra vez, las mismas obras del pasado (en el mejor de los casos).
Subtitulada como
“una historia de la intemporalidad”, la pieza está dedicada al padre de la compositora (también de la creadora visual Ana de Alvear), el arquitecto Jaime de Alvear y su pasión por los libros no solo como objetos de conocimiento, también como entidades físicas que hacen rebosar anaqueles. “¿Cuándo comenzó el ser humano a cantar y a entonar para hablar?, ¿de dónde proviene nuestro primer conocimiento?”, son algunas de las preguntas que la autora se hizo antes de iniciar la redacción de una obra que se extiende durante casi 50 minutos.
Con textos escritos en varios idiomas (español y latín entre ellos),
Magna Mater, despojada de la instalación audiovisual de la hermana de la compositora y que pudo verse en su estreno conquense, funciona ejemplarmente en un soporte estrictamente auditivo. Sin ofrecer ninguna dificultad en cuando a lenguaje (toda la obra es tonal), María de Alvear no obstante expresa el contenido con una vehemencia y una insistencia que consigue transmitir a través de una música enroscada que utiliza diferentes planos y un barniz que, en cierta medida, podíamos entroncar con el minimalismo.
Esta cercanía con cierta idea repetitiva no obsta para que, en otros aspectos, la obra vaya por otros derroteros. Así la presencia del barítono, Nicholas Isherwood, con entonaciones muy impostadas, de carácter profético, hacen pensar en determinados pasajes vocales de títulos de la heptalogía
LICHT, de Stockhausen, no casualmente el cantante franco-estadounidense fue un estrecho colaborador del inolvidable creador alemán. También adquiere una enorme singularidad la rítmica –fundamental durante todo el desarrollo de la pieza- sustentada en las percusiones (gongs y campanas), en la que espejea un aparente juego exotista muy bien imbricado pero también, he ahí siempre la mayor grandeza de Alvear, de enorme extrañeza.
Hay en toda
Magna Mater –excelentemente armada por las fuerzas del Musikfabrik y Nacho de Paz- una fuerte conciencia de situar al oyente en el espacio sonoro, de acomodarlo al mismo; la habitabilidad (“
spinning sound” o sensación de sonido instalado en el espacio, según la creadora) es una consecuencia casi siempre perseguida en las obras de gran formato (en términos instrumentales y/o temporales) de la madrileña. La música es receptiva a nuestra presencia a poco que nosotros, como escuchantes, estemos dispuestos a participar de lo que, en otros sentidos, parece una celebración, un ritual. No se nos confronta con un lenguaje duro, encriptado; la seducción proviene de la atmósfera, que exuda una profana espiritualidad. A esto insisten también los coros, presos de un neoclásico misticismo, singularmente la escolanía que enuncia distintos años de la historia de la humanidad con una parsimonia y entonación tomada de los famosos niños de San Ildefonso (voces blancas, esas tan presentes en
MONTAG aus LICHT, de nuevo Stockhausen). El impacto de
Magna Mater acaba resultando fastuoso abandonando la audición sin una clara idea valorativa de si sí o si no, pero sí con la firma conciencia y deseo de querer volver a ella en repetidas ocasiones; una conquista que solo alcanzan las obras que nos cuestionan y que consiguen desarmarnos de apriorismos y explicaciones más allá del impacto y el fulgor efímero.
Ismael G. Cabral. Febrero 2023